EN EL REFORMATORIO
a Inés de Borbon Parma
O era ella que al entrar a ese reformatorio por la puerta de atrás veía
una celadora desmayada: calesas de esa ventiluz: Inés, en los cojines
de esa aterciopelada pesadumbre, picábase: hoy un borbón, mañana
un parma. La hallaban así, yerta: borboteaba. Los chicos se vigilaban
tiesos en su torno-y unos se acariciaban las pelotas debajo del bolsillo
aunque estaba prohibido embolsar los nudillos, por el temor al
limo, pero se suponía que la muerte, o sea esa languidez de celadora
a lo cuan larga era en el pasillo, les daba pie para ello; y asimismo,
esta mujer, al caer, había olvidado recoger su ruedo, que quedaba
flotando - como el pliegue de una bandera acampanada-a la altura
del muslo; era a esa altura que los muchachos atisbaban, nudosos, los
visillos; y ella, al entrar, vio eso, que yacía entre un montón de niños
- y el más pillo, como quien disimula, rasuraba el pescuezo de la
inane con una bola de billar; y un brillo, un laminoso brillo se abría
paso entre esa multitud de niños yertos, en un reformatorio, donde
la celadora repartía, con un palillo de mondar, los éritros: o sea las
alitas de esas larvas que habían sido sorprendidas cuando, al entrar
en la jaula, se miraban, deseosas, los bolsillos; o era una letanía la que
ella musitaba, tardía, cuando al entrar al circo vio caer ante sí a esos
dos, o tres, niños, enlazados: uno tenía los ojos en blanco y le habían
rebanado las nalgas con un hojita de afeitar; el otro, la miraba callado. |
COMO REINA QUE ACABA
Como reina que vaga por los prados donde yacen los restos de un
ejército y se unta las costuras de su armiño raído con la sangre o
el belfo o con la mezcla de caballos y bardos que parió su aterida
monarquía
así hiede el esperma, ya rancio, ya amarillo, que abrillantó su blondo
detonar o esparcirse —como reina que abdica— y prendió sus pezones como faros de un vendaval confuso, interminable, como
sargazos donde se ciñen las marismas
Y fueran los naufragios de sus barcas jalones del jirón o bebederos de
pájaros rapaces, pero en cuyo trinar arde junto al dolor ese presentimiento
de extinción del dolor, o de una esperanza vana, o mentirosa, o aún más
la certidumbre
de extinción de extinción como un incendio
como una hoguera cenicienta y fatua a la que atiza apenas el aliento de
un amante anterior, languidecente, o siquiera el desvío de una nube, de
un nimbo
que el terreno de estos pueriles cielos equivale a un amante, por más
que éste sea un sol, y no amanezca
y no se dé a la luz más que las sombras donde andan las arañas, las
escolopendras con sus plumeros de moscas azules y amarillas
(Por un pasillo humedecido y hosco donde todo fulgor se desvanece)
Por esos tragaluces importunas la yertez de los muertos, su molicie,
yerras por las pirámides hurgando entre las grietas, como alguien que
pudiera organizar los sismos
Pero es colocar contra el simún tu abanico de plumas, como lamer el aire
caliente del desierto, sus hélices resecas |
© Néstor Perlongher
(Argentina - 1949/1992)
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