UNA MUCHACHA LLAMADA JOSEFINA
   

Una muchacha alta, delgada, con los ojos negros y las piernas más rotundas que Marlene Dietrich en sus mejores tiempos, sonríe para espantar a los ángeles que a menudo le alborotan su cabellera cuidadosamente descuidada. A veces habla de cine. Otras, de bisutería fina. A todos conquista.

Los niños la persiguen por los parques y todos quieren compartir con ella sus meriendas. Juega con ellos, distraída. Les forma ditirambos en sus libretas y se aleja, tan tranquila que casi nadie advierte su partida.

Sin embargo, los hombres sucumben sin reparos ante su aroma salvaje. Es una cervatilla. Acostumbra llevar un librito de versos en su bolso (¡no le crean!). Nunca los lee, conoce todos los versos, todos. Aun los nunca escritos por poeta alguno.

¿Y las demás mujeres?

Nadie osa envidiarla. Invadir su territorio, ni pensarlo. Es lo innombrable. Todos quieren tocarla pero se esfuma, al menor movimiento o asomo se escabulle, mansa como arroyuelo que se filtra por sus ojos; negros, creo que dije- que articulan una luz imperceptible para incautos y donjuanes de baja estofa. Toca piano y violín. No canta, es bailarina y sólo pueden percibirse sus pasos en El Lago de los Cisnes o en El Cascanueces. 

Esta mañana, muy temprano, penetró en mi oficina y descompuso todo el orden del día. Se llevó mis bolígrafos, borradores, un cartabón y todo el papel cuadriculado (dijo mi secretaria, que también dos carboncillos, un pliego de papel Fabriano, un set de pasteles y cuatro colores de la acuarela de Goico).

Andamos todos desarticulados, embriagados con el aroma salvaje que dejó perdido en los rincones. Desparramó tinta invisible en unos documentos confidenciales que Armanda guardaba en sus archivos. Es increíble, le arrancó la fecha de hoy a mi calendario.

Acabo de saber también que ayer pasó por la televisión y la dejó en blanco y negro. Se llevó todos los demás colores. La radio suena opaca. ¿No será que se ha quedado con los agudos y el brillo? Sospecho que no podré escuchar ahora los falsetes y toda la coloratura de Gayle Moran, Anita Baker, Flora Purim ni las canciones viejas de Estela Raval. Pena me dan los simples, los que se conforman con las voces apagadas, con la música sin timbre, ellos no lo podrán notar. Nunca extrañan nada, no están acostumbrados, son conformistas.

Como conformistas son los que no han visto nunca una huella de su delicado pie al borde de una gota de agua o no han percibido su aliento en el latido de un niño que vuela una chichigua a la orilla de una tarde de marzo. Incautos, no la conocen. Poco les importa. 

Todas las mujeres quisieran ser ella. Esa muchacha alta, delgada, con los ojos negros y las piernas más rotundas que las de la Dietrich en sus mejores tiempos, conspira. Conspira contra la seguridad de todos los estados emocionales. La quisieran todos: los periodistas, los banqueros, los cazatalentos, los pintores, los sacerdotes, los directores de orquestas, los teatristas, los astrólogos y hasta los saltimbanquis de las ferias, los gobiernos o los circos. Ilusos, todos. La perseguirían, formarían legiones tras sus pasos.

Hasta los economistas, los consultores y consejeros de Estados abandonarían su chata y monda realidad para buscarla. Formularían tesis y proclamas para ganarla, para anexionarla a sus grises y esquemáticas nóminas de centricidades y manías. Imposible, no les está dada tal suspicacia. Lo sé. Ayer, incluso, dos despistados detectives capturaron a un funcionario al borde de la cordura, que juraba habérsela arrebatado a un niño que la guardaba en su botellita de burbujas. Lo acosaron a preguntas. Lo llevaron al Congreso y, lelos, lo escuchaban cuando la describía y la desdibujaba con su paleta de colores. Qué risa daba, verlos allí tan enjutos y embebidos, mirando transmutarse (enano y funcionario) en sapo cantarín, subirse en el estribo y escapar raudo y tierno sobre el unicornio de la nada.

Hace exactamente cuarenta días y cuarenta noches que ya nadie duerme ni trabaja. Sólo se habla de ella, se la busca. Esa muchacha alta (¡la de las piernas de Marlene!), ha trastocado todo: el clima, La Vía Láctea, el tiempo y el espacio, las oficinas y las fábricas, las calles y los parques, las artes y las ciencias. Hay quienes intentan arrancarle el alma, la vida. Otros sólo quieren apropiársela para sí, esconderla para mercadear parte por parte cada átomo de su cuerpo, su perfume, su andar.

Yo también la busco. Empeño mis fuerzas, mi pluma fuente, mis discos en pasta, mis libros, mis tres chichiguas, mis mejores amigos, mi almohada de plumas, mi encendedor de nácar, mis calcetines claros, mis papeles de bachillerato, mi álgebra de Baldor, mis tortuguitas centenarias y mis zapatos de tenis. Todo lo cedo, lo doy a cambio de una información sobre su paradero. Hace un rato volvió por mi oficina y me dejó un recado que nadie supo transmitirme.

Si acaso usted la ve, avíseme enseguida. Sólo sé que se llama Josefina.

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© René Rodríguez Soriano
(Rep.Dominicana - 1950)

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