AMÁNDOTE, IGNORO
Las manos de la mar envejecen por devotas
y hay gente que ni siquiera ve su cuerpo
ni su pelo alborotado en pesadumbre;
en modo alguno. Casi cerca
las claras olas del olvido
suman y restan presagios mentalmente
hasta agotar de refranes su aritmética,
de muecas calladas y suspiros.
A lo mejor, es el claro azote de la piel
que nace de hora en hora
y se santigua, antes de la muerte
entre los ojos y el alma,
los dos puntos y la coma, el ayer o el después,
los medios días y el disturbio,
la soledad, la historia y los caminos...
Por eso amo el acertijo imperfecto
y los zapatos rotos del idiota,
bebedores de lluvia como si de rioja se tratara,
el santo que no llega,
los pobres locos que inventan ilusiones,
los incendios que se enamoran del agua
y a quien celebra el cumpleaños tan sólo que se asusta.
Amo las cerillas que no queman
y las uñas pintadas del profeta
y la sed que tiene el amuleto
para seguir siendo tan sólo un amuleto.
Y amo el trabajo mientras dura
y al patrón que desquicia mi salario.
La vergüenza y la pena y los ruidos de la noche
y también a quien roba sin sombrero.
Amo el final de una película
y la espalda de mi amante;
amo mi niñez y amo las espinas,
amo los llantos que perdieron el honor
y el honor que suena a sobresalto.
Amo el silencio sin respuesta
y las incógnitas de la pregunta improcedente,
amo el día y las horas compartidas.
Y de tanto amar, a veces, ignoro
que los ángeles no sangran,
no lloran ni se caen
sin alas ni venas.
Ni siquiera tienen sexo.