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Salpican lunares las baldosas en su concierto de lagañas que van dejando estela. La jungla lagrimea con sus pasos de manada al cruzar cárceles blancas del asfalto. Se traga los jugos de la noche sacándole la lengua a los afiches. Al trasluz guiñan los amarillos, avisando que el peligro se avecina en la gatera, en la avalancha gris de la ciudad que se despierta. Colectivos elásticos ruedan en caravana al compás del pregón de clarines y razones con sus crónicas de fútbol del domingo, ataviados en poliéster. Conversan los raídos maletines junto a muecas insomnes que reverberan pardas avenidas ultrajadas de insolencias, calzan zapatos ojerosos que tocan el frío de una ciudad sin alas. Alguna esquina al paso atesora el sabor a pan recién horneado, antes de que el reloj golpeé la mundana celeridad con que pasa la vida para quienes, de sol a sol, no alcanzan a elevar su cabeza para enterarse de que color se ve el cielo sin smog. Aburridos paraguas se saludan sin mirarse, clavando alguna espina en su danza de marionetas sin hilos, de ese ballet florido que se pasea por la recta de veredas atestadas de cartones húmedos, olvidados a su suerte. Una amalgama pictórica que intenta adquirir fisonomía con dignidad propia donde Buenos Aires se detiene a acariciarse frente al espejo de una vidriera de retazos a dos mangos. Sólo el almanaque pica boleto de algún lunes miserable, mientras busco a través de la garúa, la rutina orgullosa del porteño esclavo de su historia y su nostalgia que destiñe su pasado en extinción.
© Silsh
(Silvia Spinazzola)
-Argentina-
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