NO HAY NADIE EN EL SUR

La noche me recorre como un cristal tallado por el agua,
con voces de jacinto en los gastados espejos de la memoria,
palabras de aquel tiempo bajo lunas de escarnio y la puerta
que hoy es polvo y fiebre de diáspora en los débiles paisajes
de peinadas madreselvas. Levanto mis manos junto al viento,
al corazón trenzado de los astrolabios rotos, al rumbo espasmódico
de un imposible Sur. No hay nadie. El silencio es una viola
de cuerdas infinitas, crujidos, alas secas de universos exhaustos,
todo es sueño, inconfundible sombra en el pulso agonizante de las horas.
Añoro la pupila y el llanto de la agotada arpa del recuerdo,
dócilmente dormida en mi cabeza decapitada, en la caprichosa
eternidad de los días. Serán nuevos tálamos los sones inaudibles
de los tiempos idos y venideros, transeúntes de los que no
veremos su carne, luz que se nos caerá de los dedos como un cuchillo de plata.
Una lengua de ángel maligno con voces mundanales
proclamará sonámbulos paraísos de objetos inmediatos,
ascua en el vientre de los cuerpos huidos, como élitros
de insectos, desazón profunda de un turbador augurio
en los tumultuosos párpados de la extenuación y el miedo.
No hay nadie.
Puedo cerrar los ojos, quedarme con el grito en las sienes,
en los rostros que avetan espejos invisibles, en las alcobas
de moaré y gladiolos, esperando la sangre y el topacio
por acequias veloces. El mundo es frágil en las pupilas
de las libélulas, en los aerolitos de hielo convulso que
golpean las alas de la luz y el silencio, allí donde el paisaje
encalado es un ramo de vértebras y palabras insomnes.
Me cobijo en los días negros, en las cuevas donde se dispersan
las lunas menguantes, en las constelaciones de jardines
de cristal donde dormitan los juníperos entre palomas
y el parpadeo de las noches infinitas, en la sangre que enjambra
colinas y sílex en el alumbramiento de los sueños. Espero
con avaricia el corazón que fuimos, los devocionarios
como manojos de arterias en el perfil de nuestras manos.
Había que salir de la tierra, del caudal misterioso que tejen
las cigarras en las ramas calcinadas, volver la espalda
al cárdeno horizonte, adentrarse en el bosque donde
los alacranes murmuran su silencio, posar los ojos
en los astros y en las manos sobre la bóveda celeste
que señalan las fabulosas formas de lo inaccesible.
Ya nadie lleva un mar clavado en el pecho, un mar pequeño
y secreto, donde delfines de porcelana devoran
los pecios de tercas aventuras. Ya no hay nadie. El silencio
es la isla que muere en mí y sobre mí, en el vibrante
incendio que circunda a los dioses en el bronce oxidado.
Trasvénase la tristeza que acopia aristas en las carnes
incandescentes del deseo, en los brazaletes de amapolas
furtivas, en la repentina intrusión de estallantes reptiles
que transforman la versátil voluntad del olvido en actos de amor.
El día me niega con su feroz sonrisa, creando rudimentarios
ruidos en las ventanas abiertas, en las rosas que se entierran
en la savia y el espíritu vegetal de la noche que reposa.
Me adentro en un laberinto de efímeros jardines,
de estertores interminables como un río seco sujeto a las piedras,en la voz
remota que se desvanece entre ortigas, en esta muerte pequeña
sin vértigo ni cantos donde la noche es fuego y bronce en mi
garganta y las cenizas del amor acechan cautelosas.
Noche rojiza, iracunda exhalación de párpados traspasados
por el afilado tamaño del tiempo. Llaves de sangre
en las agonizantes puertas con infinitas huellas de rotas
despedidas, de prófugas manos de láudano y zinc.
Sobrevienen pértigas erguidas de una babel de agua y cloroformo,
una espiral de luz cálida que se desliza entre lechos solitarios
coronándolos de estrellas. En los hálitos de cortinas impalpables
es donde las palabras son duramente esculpidas contra el sueño,
los cuerpos derramándose en los cuerpos, desvanecidos
en la densidad del silencio. La noche es un escalofrío de musgo,
una expiración pequeña y conocida, como una sombra de estrella
en un pozo vacío, flores indivisibles en los góticos jardines
de amianto, voces crepusculares que surcan las enramadas
oscuras de la espera, párpados de piedra, caricias taciturnas
en tallos de cobre ascendiendo hacia astros invisibles.
Convivimos en la oscuridad de una casa sin ventanas,
en el sibilante escudo de sueños heridos que dividen la sangre
en dos orillas, en la realidad encadenada que no puede
existir sino extinguiéndose. No tenemos cuerpo ni espíritu
sobre estas grávidas sombras de inciertas profecías,
en la roca que mana inagotable la escritura del tiempo.


Juan Antonio Molina
(España)

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