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Fue parte del último segundo que le correspondía en la división de tiempo en el espacio destinado a sus máximas limitaciones. Pidió su condición y un estertor desbandado le cruzó en birrete con intenciones de rebanarle la nariz. No sabía si era escuchada o no querían reparar en su voz sin sonido. Eléctrica se desplegó en convulsos giros, sin saber si era el inicio a que le crecieran largas orejas voladoras o se convirtiera en boa.
Gruñó, pataleó, esperó... nadie tomaba en cuenta su presencia. Se repitió cientos de veces que sólo era una pesadilla. Que despertaría abrazada a su almohada como cada mañana de sus ciento cuatro años. Recordó la vieja fórmula de pellizcarse el brazo, pero no sintió el contacto de sus dedos. Se volvió a repetir otras teorías perdidas, supuestos invertidos donde todo era producto de un sueño sin fin del que pronto podría escapar. Probó sentarse sobre la tapa del diccionario Larousse, por si acaso fuera necesario encontrar el significado de lo desconocido, como le solía suceder cuando no hallaba respuestas a las dudas. Introdujo la llave de la sabiduría ante la ignorancia de la incomprensión, por si alguien venía a despertarla o a buscarla para seguir soñando. Nada. No tenía reloj, pero sabía que el crucigrama no marcaría las horas cuando creyó mirar sin encontrar donde fijar su visión. Sus ojos se habían quedado detenidos en otros algo húmedos en el preciso instante en que la luna arrojaba una estrella muy lejos, jugando con el sol a la rayuela en busca del máximo puntaje.
Buscó ventanas y no encontró paredes. Se acurrucó entre hojas de otoño que supuso tersas por no sentir el roce sobre su piel. ¿Su piel? si la había colgado de un perchero cuando bajó precipitadamente por la colina donde le hicieron pito catalán los pingüinos que la arrastraban hasta el rincón de la templanza. Buscó su cigarrera de cuero por reflejo y se fumó el encierro sin placer, presintiendo una sombra que refractaba fosforescencias danzantes en las capas de sus huesos. Supo que no existía el frío, ni nada entibiaría su conciencia para hurgar entre los pliegues de las arrugas que fue depositando sobre el banco de tres patas.
Vació su historia, a cambio de haber sido parte de esa migaja del último segundo que le correspondía en la división de tiempo en ese espacio destinado a sus máximas limitaciones, al que llamaban vida.
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© Silsh
(Silvia Spinazzola)
-Argentina- Invierno/96 |
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